SOY MUJER: relatos premiados

¡Hola a todo el mundo!

Si nos seguís en redes sociales sabréis que este mes de noviembre, con motivo del NaNoWriMo (National Novel Writing Month, un reto de escritura a nivel mundial consistente en escribir en un mes una novela de 50.000 palabras; no importa la calidad, lo importante es escribir y escribir) quisimos contribuir a nuestra manera y organizamos nuestro I Concurso de Narrativa, ¡nos hizo muchísima ilusión!

Nos encantaron los relatos y fue difícil elegir, pero finalmente lo conseguimos, y hoy, con permiso de sus autoras, os compartimos los dos relatos premiados.

La ganadora fue Belén Martín Arija con su relato Soy mujer. El reflejo de una realidad demasiado común, la culpabilidad del silencio y la reflexión de cómo ser mujer tiene consecuencias en todos los aspectos, escrito de una manera sencilla y muy hábil que nos deja haciéndonos preguntas. ¡Contadnos si os gusta tantísimo como a nosotras!

 

«Manuela vivía en una humilde casita de Vallecas. Sus padres trabajaban día a día y ni ella ni sus hermanos pasaron hambres gracias a la pequeña tienda familiar y al pan.

No obstante, fueron tiempos inciertos. Manuela cumplió años en un mes de julio muy revuelto, cuando un golpe militar acababa de producirse y nadie entendía gran cosa; pero parecía que se avecinaba una guerra.

A Manuela, sin embargo, aunque chica lista y avispada, poco le importaba lo que estaba por suceder. Debía aprender a conformarse. Hacía un año tuvo que dejar la escuela porque tenía cinco hermanos y ella era la mayor de todos. Debía ayudar a su madre en el cuidado de las dos hermanas pequeñas y de los tres varones.

Todavía en la escuela pudo aprender a leer, escribir y a utilizar las cuatro reglas que jamás dejaría de practicar. Después, de mayor, siempre habló de que le hubiera gustado estudiar matemáticas e historia. Aunque nunca hubiera podido hacerlo: más tarde se casaría y, claro, tendría hijos.

Aunque nunca dejaría de trabajar; la panadería fue para ella su sustento y la que moldeó, en parte, su carácter. Pero tampoco se olvidaría de leer; una mujer que se vio obligada a abandonar la escuela con nueve años todavía pudo durante toda su vida escribir sin una falta ortográfica y con una caligrafía impecable.

Pero Manuela, como cada mañana al alba, se levantaba de la cama que compartía con sus hermanas pequeñas y echaba un vistazo a la cama que tenía al lado, la de sus hermanos. Todos dormían y ella tenía el deber de despertarlos y de prepararlos para ir a la escuela. Ellos todavía podían ir. A los chicos los dejaba listos muy rápida, pero las niñas querían que su hermana mayor las peinara sin prisas.

Tras dejar preparados a sus hermanos debía repartir el pan de su familia por diferentes casas de Vallecas, un pueblo de Madrid, sin asfaltar y embarrado donde los únicos vehículos que circulaban en aquellos años eran carros tirados por burros que mi padre, todavía, llegó a conocer.

Manuela niña, sin embargo, contaba con un pequeño gozo con el que podía recrearse una tarde a la semana. El padre Jaime visitaba la casa familiar para impartirle alguna de las lecciones perdidas. Y Manuela se sentía afortunada de poder seguir aprendiendo; creía que compensaba no ir a la escuela con aquellas visitas del cura de la parroquia.

Poder seguir estudiando contrarrestaba también la desagradable presencia del padre Jaime. Su figura, movimientos y, sobre todo, sus miradas eran lo que más incomodaban a Manuela. No entendía el motivo, pero algo de esa persona le irritaba y fastidiaba. No decía nada porque no quería quedarse sin sus lecciones, pero tampoco sabía interpretar el modo en que él la miraba.

Como su madre trataba de que la casa estuviera tranquila para ese tiempo de estudio, el padre Jaime y Manuela solían quedarse solos durante una hora o dos. Así que un día, el padre Jaime, confiando en que nada de aquello saliera de ese cuarto, tocó a Manuela. Ella no sabía mucho de aquellas cosas, pero no era tonta e intuyó que aquello no estaba bien y sintió cómo el rechazo que el cura le inspiraba se transformaba en repugnancia.

Las clases acabaron ese día. La razón no se conoció realmente; se escondió. A partir de entonces, los padres de Manuela se mostraron distantes con el padre Jaime, quien, sin embargo, continuó con sus actividades en la parroquia.

Por su parte, Manuela continuó con su vida; en pocos años conocería al que sería su marido y trabajaría un tiempo en una pequeña fábrica donde aplicaría su destreza con los números. Este fragmento de su vida pasaría a formar parte de las anécdotas familiares. Una anécdota, un hecho curioso e irrelevante que puede, incluso, servir de entretenimiento.

Este es solo el pequeño relato de un detalle de la biografía de mi abuela. ¿Por qué a ella? ¿Y por qué a tantos otros niños y niñas? ¿Eran pobres? ¿Eran mujeres? A Manuela en el 36 le decían “mocita”. Una moza pequeña, una pequeña mujer.»

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Raquel Arbeteta García es la autora del segundo relato premiado, La Llama: una alegoría bellísimamente escrita que apela a las mismas entrañas de la condición de ser mujer. Nos parece maravilloso, ¿y a vosotras?

 

«Fuego es nombre de hombre. Hoguera, de mujer.

Uno se asienta sobre la otra. Y yo pronto lo haré también.

Me froto las manos porque, curiosamente, siento más frío que nunca en toda mi vida. Recuerdo ahora a mi abuela, cuando me hacía acercarme a sus rodillas con un gesto. Descansaba sobre ellas, mientras me acariciaba la cabeza una y otra vez, en una cadencia adormecedora.

Era la calidez personificada y quien me enseñó todo lo que sé.

Ella tuvo más suerte que yo, supongo que porque era más lista. No lo discuto. Amándole o no, se casó con mi abuelo, y él era un buen hombre que hizo a un lado los rumores. Quizás debí haber escogido yo también a un esposo. Fuera quien fuera.

Pero algo en mi interior me lo impedía. Mi abuela lo llamaba “la llama”. Esa fuerza que hizo que, en cuanto me contó por vez primera las historias sobre aquellos bailes en el bosque, corriera hasta el que rodeaba nuestro pueblo para imitarlos. El que me hacía recoger las hierbas que crecían a la vereda del río y que, aunque lo hubiesen olvidado, un día habían curado a nuestros vecinos. Esos que me señalaron después de verme con el pelo suelto, riendo a carcajadas. Sí, esa era la llama. Resplandeciente, quemándome dentro, dispuesta a iluminar mis días aunque, con el tiempo, fuera a arrasarlo todo a mi paso.

Esa llama también palpitaba en mi abuela; hacía que sus manos siempre permanecieran calientes, que su aura entera estuviera teñida de un tenue fulgor rojo. Esa misma que hizo que contestara a los hombres en la reunión del pueblo, cuando las últimas lluvias arrasaron algunas de las cabañas de la montaña. Que siguió viva a pesar de los reproches y los insultos.

Pero también sentía esa llama en la mirada silenciosa y comprensiva de mi madre. En el dedo sobre sus labios, ordenándome guardar silencio, mientras en la sala ella cosía y a su lado mi hermano pequeño dormía. Podía ver las sombras que proyectaba aquella luz en las ancianas que paseaban por la calle aferradas del brazo, con el mismo humor de siempre, estuvieran llenos o no los cestos de ropa que cargaban. Veía los destellos rojizos de las ascuas en las gitanas que cada verano se acercaban a la aldea, que enseñaban sus telas y sus dientes con el mismo regocijo que nosotras las monedas en nuestras manos. Esas que a veces nos entregaban los hombres, otras que nos ganábamos a base de imparable sudor y algunas que eran verdaderas conquistas.

No entendía cómo solamente mi abuela y yo éramos conscientes de esa llama. Pronto comprendí que todas las mujeres la veían, aunque no quisieran reconocerlo. También lo hacían algunos hombres.
Para algunas era motivo de tristeza, para otras, de vergüenza, y para unas pocas, de lucha. Era el puro amor hacia la recta o la curva, hacia el blanco o el negro, hacia el esfuerzo o el descanso. Pero sobre todo, era ese sentimiento de liberación que no nos abandonaba. Ese que nos martilleaba y quemaba dentro.

Sí, ese que nos llama.

Un hombre aporreó la puerta y abrió la celda.

Ya había llegado el momento.

El hombre me hizo un gesto para que saliera y caminara por delante de él. Podía oír los gritos fuera. Podía sentir el calor del fuego que iba a juzgarme y que, según ellos, iba a liberarme para siempre.

Pero yo ya me había liberado.

Yo ya era mujer y ardería como siempre había ardido en mi interior.

Solo que ahora todos los demás también lo verían.»

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Mil gracias a todo el mundo por participar en nuestro primer concurso y a nuestras ganadoras por hacernos estos dos regalos y darnos permiso para compartirlos. ¡Esperamos poder repetir la experiencia pronto!

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